"Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta"
Así empieza el libro que ya he acabado. Sucede que en Sabaneta está la iglesia de María Auxiliadora, de los Salesianos. En los más duros años de "plata o plomo" allí iban los sicarios a pedir a la virgen que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. Iban como en peregrinación los martes, no me digan porqué, con sus tres escapularios: uno en el cuello, otro en el antebrazo y otro en el tobillo, para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Uno imagina que un sicario es un cachas, un tiarrón. Pues no, estos no son así. Estos eran chavalillos de 12, 13 años cuya vida se resumía en eso, su temprana muerte no daba para más.
Cuando en el hotel releo este inicio no lo dudo. Mejor Sabaneta, por los aromas. Y paso el día en Medellín, esta vez usando el metro, un fantástico metro sobre tierra que me lleva en un pispás de un lado a otro de la ciudad; al final de una de las líneas está el pueblo sicario. Sabaneta es una plaza, no más. Pero María Auxiliadora allí está. Y a la hora que llego está llena, llena como no recordaba iglesias ni siquiera en funerales de pueblo. La gente en la calle. El cura emocionado, no es para menos, eso sí, pidiendo, pidiendo para los pobres, todo el día pidiendo, si no es para los pobres, es para la salvación de las almas o para los negritos de África, o si no, para que la enfermedad pase de largo y le pille a otro. Joder con los curas. Me llevo el sabor. No puedo por menos que recordar la historia de aquel joven sicario de 14 años que se confesaba de haberse acostado con su novia callando el que llevaba ya trece muertos sobre sus espaldas; de eso que se confiese el que lo manda, decía.
Inciso: en Sabaneta conocen la morcilla, así como suena. Un señor con el que hablo en el metro me cuenta, entre otras cosas también interesantes, maravillas de un plato propio del lugar, no sé si sabrá de qué le hablo, dice, le llaman morcilla. Me suena, contesto. Luego me la pido para comer, junto con una rica arepa vegetariana (compensando) y debo decir que estaba muy buena; pequeñita, del tamaño de una croqueta, me he comido cinco; no me han transportado a ningún otro lugar del mundo, no llega hasta ahí mi nostalgia.
Pero sigamos. Hablando de miserias diré que hoy he visto muchas. Es domingo, las calles están vacías, pero los mercados de comida funcionan más que ningún otro día. He visitado primero Plaza Florez, que parece un guiño a lo que más abunda en este mercado, las flores. Y luego, siempre caminando, por medio de todo ese centro que un día de diario está imposible, me acerco a Plaza Minorista, mercado inmenso donde los haya. Pues bien, este mercado está a 850 metros de la Plaza Botero. Recordar que esta plaza muestra más de 20 obras de este escultor y es puro centro. En esos solo 850 metros uno empieza a ver chavales tirados por el suelo con la mirada perdida, rebuscando en basuras imposibles, fumándose no se sabe qué en una pipa de no se sabe cómo, con piernas atrofiadas, con caras magulladas, a pleno sol, tirados, tirados. Solo me atreví, por pudor, a sacar una foto. Ahí queda. Hoy en día las imágenes no son ningún problema. Se escribe "Bronx en Medellín", seleccionas imágenes y hasta aburrirse.
Lo peor no lo había visto: cuando desde el mercado me quiero acercar a la estación de metro, otros 900 metros, el infierno empieza a quemar. No es uno, no es una decena, son centenares, agolpados, tirados, tirados. Diría que miles. De repente, un chavalillo se echa encima de otro y le empieza a arrear de lo lindo con un palo. Está a diez metros, el atizado es atizada, desnuda, enseñando los pechitos, eso son, veo que es una niña, no más de 12 años. Golpea y golpea, la niña se protege pero empieza a sangrar por la cabeza. Una del lugar, pero "normal" chilla, para, para, no golpees. Suena la alarma de la moto policial, estaba a no más de 60 metros. Pasa delante de la niña que se va como atontada, sangrando por la cabeza y no haciendo caso a la única persona que la quiere ayudar. Se acercan los policías junto al golpeador, hablan con él no se sabe qué y la vida continua. Tengo foto de la niña, mala, como todas, la foto me refiero. Sentí vértigo. Y un poco de miedo.
No me resisto, antes de seguir, a copiar aquí unas líneas de "La virgen de los sicarios", demoledora lectura. "Hace dos mil años que pasó por esta tierra el Anticristo y era él mismo: Dios es el Diablo. Los dos son uno, la propuesta y su antítesis. Claro que Dios existe, por todas partes encuentro signos de su maldad. Afuera del Salón Versalles, que es una cafetería, estaba la otra tarde un niño oliendo sacol, que es una pega de zapateros que alucina. Y que de alucinación en alucinación acaba por empegotarte los pulmones hasta que descansas del ajetreo de esta vida y sus sinsabores y no vuelves a respirar más smog. Por eso el sacol es bueno. Cuando vi al niño oliendo el frasquito lo saludé con una sonrisa. Sus ojos, terribles, se fijaron en mis ojos y vi que me estaba pidiendo el alma. Claro que Dios existe."

Pasa el tiempo y me vuelven estas imágenes y me digo que cualquiera podría ser la niña golpeada, también yo, y que la policía, con su imponente moto y con sus ropas molonas, también habría pasado de largo para acaso reconvertir al malvado, eso.
No todo son tristezas. Otras cosas suceden que nos hacen reir o pasar miedo, o ambas dos. Y es que al atardecer comenzó a llover. Estaba en el Poblado, en el parque, tenía algunos planes por allá, los he cambiado. Lo que me daba rabia es que quería subir en metrocable, a un lugar cualquiera de esta ciudad, eso no importaba. El cable en Medellín está muy bien, la altitud oscila entre los 1300 y los 2800 metros, depende por donde se ande y esto facilita mucho la vida.
Decidido, no renuncio, yo quiero ver la ciudad desde una cabina de metrocable. Y si llueve, que llueva. Pero hete aquí que el problema no es el agua, es la brisa, la puta brisa. Porque aquí no es viento, es brisa (como tampoco se sube sino que se va). Dicho y hecho. Defino destino, cuatro estaciones, no más. Pero no, me bajo en la primera. La cabina empieza a moverse y algunos viajeros, aconstumbrados como están al medio, se ponen nerviositos. Consiguen transmitir el miedo, no es para menos. La cabina no sé si se abrirá o no pero lo cierto es que balancea a la vez que reduce velocidad, lo que todos interpretamos negativamente. Yo me bajo en cuanto puedo y espero a ver. Me lío a hablar con los responsables de la estación. Dicen que a lo peor "evacúan" (así lo dicen) pero al final aquí no hay evacuación, en otras líneas, las que suben más alto, parece ser que sí.
Pasado un cafecito y un dulce de arequipe, vuelvo a la cabina y me regreso a casita, como si nada; en pocas horas me sale el vuelo a Bogotá.
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La cabina, quién no la recuerda |
Antes de dormir echo un vistazo al móvil, en el día 17,2 km; andando, de los otros no sabe nada mi móvil. Nota para cinéfilos: La virgen de los sicarios está en película, no me explico cómo pero la hay y no debe ser mala.
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Adiós Sabaneta, adiós Medellín |